No se crean ese cuento, el capitalismo no existe, lo que existe es el libre mercado y la libertad individual que surge a partir de él.
Nadie se sentó nunca, jamás, a definir, y mucho menos a diseminar, un credo, o una ideología, basada en la acumulación del capital. No hay tal ismo.
No hay un Manifiesto Capitalista que invite a los empresarios a ser ambiciosos y a acumular capital.
Por mucho que Carlos Marx lo haya dicho, no hay tal pecado original.
No lo hay porque la acumulación de capital no fue, y no es, una causa primaria. La acumulación de capital fue, y todavía es, una consecuencia adaptativa espontánea y necesaria para la sobrevivencia de los empresarios en un ecosistema económico llamado “libre mercado”.
Decir que los mal llamados capitalistas acumulan capital porque son ambiciosos, malvados y pecadores es tan infantil, y peligroso, como decir que las jirafas tienen el cuello largo porque son presumidas y arrogantes.
Capitalismo es una palabra traidora; pero es también una palabra denigrante y racista; porque ha sido usada para discriminar, perseguir, y a veces destruir —en pogromos mal llamados revoluciones—, a la minoría más productiva de la historia de este planeta. Una minoría tan productiva que ha sido la única capaz de crear una riqueza que alcanza, incluso, para financiar a esos que la odian y persiguen.
Esos racistas que se dedican a perseguir capitalistas basan su odio en la creencia de que es inmoral acumular grandes cantidades de recurso ociosos, en este caso millardos de dólares, que podrían ser usados para financiar la noble y justa lucha —de esos racistas, claro está— contra la pobreza y las desigualdades sociales.
Como con todas las formas de racismo, el credo de esos anti capitalistas descansa en una gran ignorancia. Ignoran, para empezar, dos hechos fundamentales. Uno es que esos recursos que ellos imaginan ociosos no son en realidad tan ociosos como ellos necesitan imaginar.
El otro es que, si la acumulación de recursos en apariencia ociosos indica la existencia de un “capitalismo”, entonces nuestra mente, nuestro genoma, nuestro sistema inmune, nuestras culturas, y un montón de otros sistemas naturales, son “capitalistas”.
Si hacen un pequeño esfuerzo, y se observan mientras están pensando, se darán cuenta de que más del 90% de nuestras ideas carecen de utilidad inmediata alguna. Nuestra conciencia es, entonces, “capitalista”, porque acumula y acarrea una enorme cantidad de recursos (o pensares) en apariencia ociosos.
En nuestras células sucede algo parecido, el ADN chatarra o, para ser más exacto, el llamado ADN no-codificante, alcanza casi el 90% de la totalidad de nuestros genomas. Una cifra indicativa de una acumulación de recursos, en apariencia ociosos, que bien podría ser tildada de “capitalista”.
Nuestro sistema inmune no se queda atrás. La inmensa mayoría de nuestros anticuerpos, y de nuestras células productoras de anticuerpos, nunca se usan para combatir patógenos o estructuras extrañas. Existen, según el lenguaje de nuestros aguerridos racistas, como parte de un “capitalismo” inmunológico.
Y de nuestras culturas, ni hablar, basta echar un vistazo para observar que por cada Albert Einstein hay millones de amantes del reguetón, o que por cada Elon Musk hay millones de AOC. Si algo acumula, a simple vista, una enorme cantidad de recursos en apariencia ociosos o inservibles es, precisamente, nuestra vida política y cultural.
¿Por qué todos esos sistemas, que son tan disímiles, acarrean ese fardo de una enorme cantidad de recursos en apariencia ociosos? La respuesta está en la evolución de esos sistemas o, para ser más precisos, en un aspecto de esa evolución que muchas veces pasamos por alto.
Todos estamos familiarizados, de una forma u otra, con ese concepto de la evolución que identificamos con la frase “sobrevivencia del más adaptado”. Sabemos, o aceptamos, que en un ecosistema determinado el organismo que mejor adaptado esté, a las condiciones de ese ecosistema, es el que tendrá la más alta probabilidad de sobrevivir.
Lo que a veces olvidamos, sin embargo, es que todos los ecosistemas están en cambio constante y que, en ocasiones, ocurren cambios bruscos que traen como consecuencia que el organismo que antes estaba mejor adaptado, para unas condiciones determinadas, pueda perder, cuando esas condiciones cambian drásticamente, su supremacía adaptativa.
Es por eso que el propio Darwin dijo que la evolvavilidad, o la capacidad de evolucionar cuando las condiciones cambian drásticamente, es mucho más importante para la sobrevivencia de una especie que la adaptabilidad —o la capacidad de adaptarse a los cambios graduales de un ecosistema determinado.
La pregunta de los 64 mil pesos es, entonces, esta: En ausencia de una hipótesis divina, ¿cómo hacen los organismos para prepararse con vistas a lo que vendrá si no tienen la más mínima idea de qué es lo que vendrá?
La respuesta a esa pregunta es que en este caso particular no hay intervención divina alguna, ni preparación previa, solo hay azar, necesidad, y una serie de estrategias que se han desarrollado a lo largo de la evolución por ensayo y error.
Una de esas estrategias es tener, por decirlo de alguna forma, dos almacenes de recursos evolutivos. Uno, relativamente pequeño, contendría esos recursos utilizables, activos, o no ociosos, que nos garantizan la adaptabilidad. El otro, mucho más grande, contendría esos recursos en apariencia inútiles, u ociosos, que podrían servir, dado el caso de que las condiciones cambien drásticamente, para encontrar soluciones que permitan, aunque sea de una forma precaria, sobrevivir.
Imaginemos dos poblaciones de individuos que tienen casas casi idénticas. La única diferencia es que una de esas poblaciones tiene el garaje de su casa lleno de tarecos y la otra lo tiene impecablemente limpio y organizado con las cosas que realmente necesita para mantener la casa, el carro, y su vida, en buen estado.
Es fácil aceptar que esos que están organizaditos y simplificados tienen una mejor adaptación para las condiciones reinantes. Cada vez que algo se les rompe, enseguida tienen y encuentran lo que necesitan para arreglarlo. El carro lo guardan dentro del garaje y no se les oxida. Al trabajo casi siempre llegan temprano porque casi nunca tienen problemas de transporte.
Los otros, es también fácil aceptar, son un desastre. Nunca encuentran nada, el carro lo guardan fuera del garaje y se les oxida y se rompe a cada rato. En ocasiones llegan tarde al trabajo porque tienen problemas de transporte y, para colmo de males, muchas veces no saben a ciencia cierta qué demonios tienen en ese dichoso garaje.
Entonces el mundo se inunda. Los carros amanecen tapados y los que antes estaban perfectamente adaptados descubren que, para poder hacerlo, pagaron un precio en evolvavilidad; porque en sus lindos garajes, que fueron seleccionados para una vida en tierra firme, hay muy poco o nada que pueda salvarlos de esa inundación.
Los otros, los de los garajes llenos de tarecos, empiezan a buscar, mientras las aguas suben de nivel, y encuentran un colchón inflable ponchado, un pegamento para ponches de bicicleta y una puerta de cedro, sin bisagras, que tenían recostada contra una pared. Con eso, y con otros trastos, arman una balsa y salen a navegar, medio escorados, para encontrarse con otros que construyeron las suyas y pudieron sobrevivir.
De esa forma, si aceptamos esta historia sobre simplificada, una población desaparece y la otra florece. La floreciente llevará consigo, como un talismán, la información de que un garaje lleno de tarecos, o la acumulación de recursos en apariencia ociosos, es algo que no es tan malo como podría parecer a primera vista, sobre todo si se vive en un ecosistema propenso a los cambios bruscos y devastadores.
Algo así sucedió con el surgimiento de la economía de mercado. Hasta ese momento el ecosistema económico del mundo descansaba en las lentas dinámicas agrarias y feudales, y era mucho más estable, o mucho menos cambiante, o mucho más predecible.
Con la llegada de la economía de mercado el ecosistema económico del mundo cambió hacia una dinámica de cambios vertiginosos que impusieron, como una necesidad evolutiva, hacer más énfasis en la evolvavilidad que en la adaptabilidad; o sea, en la prioridad de crear y proteger un gran almacén de recursos en apariencia ociosos, llamado capital, para poder evolucionar cada vez que el ecosistema cambiara drásticamente.
Los mal llamados capitalistas no acumulan capital porque son malvados, avariciosos y egoístas. Lo hacen por la sencilla y compleja razón de que si no lo hicieran desaparecerían de un ecosistema económico que cambia a una alta velocidad, y que siempre está retando la evolvavilidad de sus actores.
No hubo y no hay —por mucho que los Carlos Marx y las AOC de este mundo así lo deseen— maldad ni pecado original. Solo hubo y hay azar, necesidad y evolución darwiniana… como con las jirafas.
Entradas relacionadas:
Pingback: Palabras traidoras-Igualdad | aguilera
Pingback: Palabras traidoras-Ciencia | aguilera
Pingback: Palabras traidoras-Revolución | aguilera
cesar que post tan bonito
Muchas gracias.
Pingback: Palabras traidoras-Comunismo | Aguilera
Pingback: Palabras traidoras-Progresista | Aguilera
Pingback: Hyper chupamedias en Hypermedia | Aguilera
Que articulo tan original y bueno..!!! Los genios son tan poquitos y luego hay billones de personas que se benefician de los descubrimientos y los logros de los primeros..
Muchas gracias, Alexa, y pásalo, pásalo a todo el que se te ocurra, que aquí lo han leído miles, pero todavía hay mucha gente que necesita desayunarse con esa visión del asunto.