Mi hermana compró un bote. Ahí lo tenía, anclado en el río y sin poder navegar. Un bote con unos caballos de fuerza que daban —en unas cuantas horitas— para escapar de las fuerzas del Caballo.
Pero una cosa era tener un bote y otra poder navegarlo. Hacían falta cartas y permisos, ruegos y sobornos, integraciones revolucionarias y confianzas depositadas para que las gloriosas tropas guarda-fronteras del castrismo autorizaran la salida de una embarcación que solo quería ir a pescar, con un poco de suerte, algo parecido a la felicidad.
Mi hermana, empresarial como era, fue a ver a unos tíos que vivían en la playa de Guanabo. Unos tíos que eran pescadores, héroes nacionales del trabajo y hombres a todo. Llegando fue directo al grano: “Tengo un bote, ustedes pueden sacarlo a navegar y nos vamos todos pa`l carajo de este infierno”.
Los tíos dijeron que no y ella regresó alicaída. En medio de su desesperación encontró energía para decirme: “Ellos se van a ir. Solo hay que esperar, mantener el bote navegable y esperar, porque esos tíos se van a ir. Como que me quito el apellido si no”.
Pasó el tiempo y mi hermana se fue para Méjico. Antes de partir me insistió varias veces: “no dejes de estar al tanto de los tíos. En cuanto ellos decidan irse tú te puedes ir con ellos”. Nunca he sido un tipo muy familiar que digamos y, como estaba el transporte en aquella época, la playa de Guanabo me parecía tan lejana como Miami.
La solución que encontré fue decirle a mi madre: “Antes de partir la Misha me dijo que estuviera al tanto de los tíos de Guanabo. Que en algún momento ellos van a irse del país y yo puedo aprovechar para irme con ellos. Así que si tus hermanos se aparecen por La Habana con algún plan de pira no dejes, por favor, de decírmelo”.
Mientras tanto seguí en mis quijotescos intentos de escribirle cartas de presentación a cuanto profesor de biología molecular existía en aquel mundo. El mar y las becas, las becas y el mar; a eso se reducía mi estrategia de fuga.
Un día estaba yo en casa de mi madre, sonó el teléfono, descolgué, dije “oigo” y una voz conocida me respondió: “soy tu tío Winston llamando desde Miami, pásame a mi hermana”. Los tíos se habían ido, mi madre lo supo y no me dijo nada. Ahí mismo formé una bronca que la vieja aguantó en silencio, al final me dijo: “cuando tengas hijos vas a entender”.
La buena noticia, sin embargo, era que los tíos habían decidido hacer el viaje por separado. Uno primero y, en cuanto ese llegara, el otro después. Si alguno quedaba en el camino el sobreviviente se ocuparía de su familia.
En cuanto supe eso me fui para mi casa, agarré el equipo de sobrevivencia que ya tenía preparado en una mochila y partí hacia la playa de Guanabo. Mi tío Walter ultimaba detalles antes de lanzarse al mar. Le dije que me iba con él y me explicó que la cosa no era tan fácil. La balsa había sido construida por un grupo de amigos; todos habían puesto recursos, trabajo y conocimientos en la empresa. El primer acuerdo que habían tomado, antes de empezar la construcción, fue que solo viajarían los implicados, nada de pasajeros de última hora.
Uno de los tripulantes, por suerte, no estaba completamente decidido a lanzarse. Así que teniendo en cuenta que yo era médico, buen nadador y había reunido un excelente equipo de sobrevivencia, se podía proponer mi candidatura como un posible substituto.
Partió mi tío al conciliábulo con la cofradía. Las horas pasaron y ya cayendo la tarde llegó el veredicto. Negativo. Nos abrazamos, le deseé suerte, abrí mi equipo de sobrevivencia, saqué las columnas de Cephadex que había preparado para desalinizar el agua de mar, le di el resto y regresé a La Habana con la única depresión que he tenido en mi vida. Estuve una semana sin levantarme de la cama.
El tiempo pasó y finalmente logré salir hacia Montreal. A cada rato mi tío Walter me llama desde Miami. La primera pregunta siempre es “¿todavía estás en carne de pelea?”. Después hablamos de todo un poco, del frío de aquí, del calor de allá, de mis primos, de la vieja, y del último desmadre del castrismo.
Hace ya muchos años le pregunté por el viaje que me había perdido. Quería saber cómo fue todo, cuántos días estuvieron en el mar, si sintió miedo, cansancio, desesperación. En fin, todo lo que pudiera confirmarme que mi madre tuvo razón en esconderme lo que sabía.
Mi tío me respondió con oraciones cortas, monosílabos y silencios evasivos. A duras penas logré sacarle que diez horas después de haber empezado a remar ya tenían a las avionetas de Hermanos al Rescate sobre ellos. Casi un record. Quise hablar del alivio que debió haber sentido y me interrumpió con una pregunta: ¿Cesi, tú no recuerdas la fecha del día que yo me tiré al mar?
Le respondí que recordaba el mes y el año, pero no el día exacto. En aquella época todos los días parecían iguales. Mi tío Walter me dijo que estuvieron remando diez horas y se abrazaron contentos cuando sintieron los motores de las avionetas sobrevolando. Poco tiempo después llegaron a Miami y pudieron saber el origen de su suerte.
Esa misma madrugada, mientras ellos remaban, Fidel Castro había ordenado el hundimiento del remolcador 13 de Marzo. Después del crimen las lanchas de las Tropas Guarda-fronteras recibieron la orden de esconderse en puerto. Las avionetas de Hermanos al Rescate, al ver la retirada del patrullaje castrista, sospecharon que algo andaba mal y decidieron pegarse a las costas cubanas. Fue así como pudieron localizar la balsa que había salido desde Guanabo. Cesi, me dijo mi tío casi en un susurro, la desgracia de unos es… y ya nunca más hemos vuelto a hablar de eso.
El tema del remolcador 13 de Marzo me paraliza. En ninguno de los aniversarios de esa masacre he podido escribir un texto para recordarla. Lo he intentado muchas veces sin resultado alguno. Este año, por ejemplo, se cumplieron dos décadas de ese asesinato y no pude decir ni esta boca es mía.
El miércoles 25 de junio pasado, a las ocho y ocho minutos de la noche, se me ocurrió una idea muy simple para homenajear a las víctimas del remolcador: hacer un barquito de papel para ponerlo sobre un mar, sobre un río, sobre una laguna o, al menos, sobre la palma de una mano que parezca pedir piedad. No es una idea muy profunda, no es una idea que dé para escribir un texto con palabras rimbombantes, o para realzar el nombre de un autor. Sólo se trata de un barquito, y una foto, para dejar constancia del recuerdo a unas víctimas.
Varias veces agarré una hoja de papel e intenté doblarla, pero ni eso.
brother me tuviste riendo buena parte del post ya que muchos vivimos situaciones parecidas, incluida la lucha de una beca y el mar. De lo otro solo me viene a la mente la foto reciente del culpable y su vida placentera, y la impotencia por supuesto, se fueron 20 años brother…
super bien escrito pero bien triste…Son traumas que se quedan con uno…como duele Cuba
Sí.